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Os dejo la descripción que de ella hizo Azorín: Alto en el Pedernoso




La posada de Azorín

 Don Quijote En marcha hacia el claro Levante. Y hagamos un alto en el Pedernoso. Cuando se sale de Madrid con dirección a Levante, pasado Aranjuez, se encuentra Ocaña. En Ocaña se bifurca la carretera. El ramal de la derecha conduce a Andalucía. El de la izquierda se dirige a Valencia, Alicante y Murcia. Después de Quintanar de la Orden nos encontramos en el Pedernoso. Nos dice Madoz que el Pedernoso se halla edificado «en terreno llano y sobre una cantera de pedernal». El término es abundante en plantas útiles y en granos. Se halla enclavado en la provincia de Cuenca y dentro del partido judicial de Belmonte. En Belmonte nació fray Luis de León. Pertenece el Pedernoso a la Audiencia territorial de Albacete. En el Pedernoso hacían cambio de tiros las antiguas diligencias. El revezo se efectuaba en esta posada en que acabamos de entrar. La posada se llamaba «Nueva» a principios de siglo XIX. Su patio es ancho. Ha entrado lentamente en su ámbito un magnífico automóvil. Viene, tras largo rodaje, del país de Francia. Donde antes marcaban sus huellas delebles las diligencias, han marcado sus delebles huellas los neumáticos del automóvil. Del coche han descendido un caballero francés y su secretario. El caballero se llama Paul Lelong, y el secretario, Roberto Durand. Todo ha sido mostrado en la posada detenidamente a estos dos viajeros. Durand trae debajo del brazo una abultada cartera. Con los viajeros franceses se han congregado en el mesón, por acaso, otros viajeros españoles. Nada podría decir la cortesía, el porte señoril y la reposada palabra de Paul Lelong. Su secretario escucha y asiente. A veces, sin embargo, muestra con un ligero gesto, apenas visible, su discreto disentimiento. Paul Lelong manifiesta vivo interés por esta posada. La posada es bonita. Desde el patio, una puertecita franquea el comedor. El patio tiene amplio techado, bajo el cual se resguardan de la lluvia y el sol los carruajes. En un ángulo reposa rotunda y tobosina tinaja. No sirve ya para los líquidos. No se guardan en ella, desde hace tiempo, ni el rico Yepes ni el exquisito Ocaña. Un arbusto, florido en primavera, surge de su angosta boca. Otra puerta, desde el mismo patio, conduce a la cocina. Allá, a la derecha, al final, se ven los muros negros del hogar. De arriba, por la ancha campana de la chimenea, desciende una viva claridad. En los altos están los cuartos de los huéspedes. En un corredor blanco se abren las puertas. Tienen las paredes un zócalo de intenso azul. Separa lo blanco de la cal y lo azul del añil una rayita negra. Todo es limpieza y orden en la casa. La luz penetra en el pasillo por una ventana enrejada. Si nos asomamos a ella, contemplaremos el paisaje manchego. La verdadera Mancha es la Mancha abocada a Levante. En el Pedernoso se da el punto inicial de la más clara Mancha. Paul Lelong y su secretario vienen a España a visitar los lugares quijotescos. Estarán en Argamasilla, en el Toboso, en Ruidera, en Puerto Lápice, en Sierra Morena. El Pedernoso les ofrece la más bella posada española. Su sencillez, su limpieza y su vivo concierto de colores -blanco, azul y negro- les prometen vivas sensaciones de arte. En la penumbrosa cocina, los ojos del caballero no pueden apartarse del fúlgido y sedante resplandor que, entre paredes foscas, tapizadas de hollín, baja del clarísimo cielo de la Mancha. Ha llegado la hora de comer. En la venta cada cual se dispone al transitorio yantar según sus posibles. Pero Paul Lelong, caballeroso, ha convidado a todos. España es acogedora, y Francia es cordial. La venta toda está en silencio. La paz más dulce reina entre los congregados dentro de estos muros históricos. Podrá ser este un momento del siglo XX, siglo con automóviles, y podrá ser otro momento del siglo XIX, con sus diligencias. Los artefactos son diferentes. Lo positivo es el perfecto acuerdo tácito que une los corazones. La merienda que Paul Lelong trae en la arqueta de su coche magnífico es suculenta. Puesta sobre la mesa de blanco y lavado pino, todos van participando de sus exquisiteces. La conversación se desliza amable. Un buen burdeos parece pedir, en correspondencia cordial de nación a nación, la réplica de un claro y fresco Valdepeñas. El Valdepeñas es traído por manos amistosas. Después de apurar un buen vaso, pasada la lengua por los labios. Paul Lelong se ha levantado lentamente. Estamos en los postres de la comida. Hay a veces en las casas manchegas, colgado en el zaguán, un manojito de las espigas mayores y mejor granadas del año. Paul Lelong ha cogido uno de estos manojos que en el muro pendía y con él en la mano se ha tornado a su sitio. Todos le miran con expectación. Y el andante francés, sonriente, con las espigas en la diestra, ha dicho: -Estas espigas, señores, son símbolo de la abundancia en la paz. ¡Dichosos los tiempos en que la humanidad era regida por la ley del amor! Pero la Arcadia verdadera no está detrás de nosotros, en los siglos pretéritos, sino en lo por venir. Europa está enferma. La estremecen convulsiones profundas. Adolece de irritaciones inmotivadas. Se ha perdido la ecuanimidad y se marcha velozmente hacia lo inesperado. Lo inesperado -que todo el mundo espera- es la conflagración. La lucha del hombre contra el hombre constituye ya la regla unánime. No desesperemos por esto, señores. No apoquemos nuestros ánimos. No nos rindamos al pesimismo. En los mismos hechos luctuosos que presenciamos debemos inspirar nuestra fe. La humanidad sabe dónde va. Seamos finalistas, sí, finalistas de la concordia. Pongamos nuestro pensamiento en la Arcadia futura. Al igual que el hombre ha vencido otros mayores obstáculos, desde la caverna a la tierra labrada, desde la vida nómada a la vida urbana, desde el esclavo hasta el ciudadano libre, así vencerá otras etapas que quedan por vencer. ¡Bebamos, señores, por la paz y el trabajo! ¡Bebamos por el ideal de fraternidad universal que se realizará sobre la tierra! Y todos han levantado sus vasos y han bebido. Azorín Ahora, 25 de septiembre 1935

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