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Mostrando entradas de marzo, 2018

Derecho a la tristeza

Cuando la alegría es un deber, tenemos que exigir el derecho a la tristeza. La síntesis es la vida. Por eso si falta alguna de las dos, todo es antinatural. Por más que el mundo cambie, tendrá que haber bienestar y dolor. Físico o del otro. Por mucho que nos limpiemos las ideas y los hechos, habrá de las dos cosas. Es un estado intermitente e interno pero universal. Arreglar la política para equilibrar y equiparar las oportunidades es otra cosa. Luego está el ser humano. Quiero que quede claro que esto no es derroteo. Que no es defensa de una pena eterna y permanente. Que me parece perfecto eso de la defensa de la alegría como trinchera. Pero esto no se nos puede ir de las manos hasta la falsedad y la negación de la verdad. Hago esta defensa de la tristeza desde la práctica de la misma alternada con euforia. O sea, desde el devenir común de una vida cualquiera. La mía. Y esta defensa resulta del enfrentamiento a estos estadios en los últimos tiempos por cuenta propia y ajena.

La soledad

La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace sola. Yo la hice. Porque decidí que era allí donde debía estar sola, donde estaría sola para escribir libros. Sucedió así. Estaba sola en casa. Me encerré en ella, también tenía miedo, claro. Y luego la amé. La casa, esta casa, se convirtió en la casa de la escritura. Mis libros salen de esta casa. También de esta luz, del jardín. De esta luz reflejada del estanque. He necesitado veinte años para escribir lo que acabo de decir. Marguerite Duras

Gente en la playa

La mujer ha aparcado. Baja y, con lentitud, saca del coche una silla de ruedas. Después, coge al muchacho, lo sienta y le coloca bien los pies. Se aparta algún cabello de la cara y, sintiendo ondear su falda al viento, va empujando la silla en dirección al mar. Entra en la playa por el paso de tablas de madera que, de pronto, a unos metros del agua, se interrumpe. Muy cerca, el socorrista mira al mar. La mujer alza al chico: lo coge por debajo de los brazos y camina de espaldas hacia el agua, mientras los pies inertes dejan dos surcos en la arena. Ha llegado muy cerca de las olas y lo deja en el suelo para volver atrás a por el parasol y la silla de ruedas. Estos últimos metros. Los malditos, crueles metros últimos. Estos te romperán el corazón. No hay amor en la arena, ni en el sol, ni tampoco en las tablas, ni en los ojos del socorrista, ni en el mar. El amor son estos últimos metros. Su soledad. Joan Margari