Casi todos los escritores españoles de este momento sabemos por experiencia que la mayor parte de las gentes que asisten a nuestras conferencias son mujeres.
Señoras que a menudo tienen ya una cierta edad. A veces ni siquiera son
personas muy cultas, al menos en el sentido en el que habitualmente
solemos utilizar la palabra cultura: algunas de ellas –al borde de los setenta años, después de toda una vida dedicada al trabajo y a cuidar de los demás- se han apuntado a algún club de lectura de los muchos que empiezan a proliferar por los pueblos y los barrios de numerosas ciudades. Se acercan a nosotros con los ojos brillantes, nerviosas y tímidas, para confesarnos que la nuestra es la primera novela que han leído, y que no sabían que leer una novela podía ser una experiencia tan íntima y tan rica.
Antes, mientras trabajaban, criaban a los hijos, hacían todas las
tareas domésticas, se ocupaban de un marido exigente y atendían a los
mayores, no habían tenido tiempo. Ahora lo sacan de donde pueden. Antes nadie les había ofrecido diversión y placer. Ahora tratan de agarrarlos a manos llenas.
Me emocionan esas mujeres mayores nuestras. Nacieron y crecieron en las peores condiciones posibles, en medio de la guerra y la posguerra. Soportaron hambre y privaciones y una escasa formación, trabajaron como burras, hicieron maravillas
para sacar adelante a los suyos con cuatro perras, educaron a sus
criaturas lo mejor que pudieron, aguantaron a hombres muchas veces
difíciles de aguantar, han enterrado a un montón de seres queridos… Y ahí están sin embargo, animadas, aprendiendo a disfrutar de cosas con las que hace años ni soñaban, viajando todo lo que pueden, visitando museos, leyendo, saliendo a comer o a tomar un cafetito con las amigas para charlar y pasárselo bien. Han aprendido a interesarse por la política y a ser tolerantes en asuntos morales que hace tan sólo unas décadas les parecían –porque así se lo habían contado desde niñas- pecados mortales: ellas, que vivieron durante tanto tiempo creyendo en la virginidad y el matrimonio para toda la vida, han aprendido a convivir con los descarados novios de sus hijas o nietas, con las sucesivas esposas de sus hijos, con la homosexualidad y el aborto y las drogas. Y no sólo no se rasgan las vestiduras, sino que lo aceptan y lo entienden y hasta piensan que está bien que la gente se divierta todo lo que pueda mientras está en este mundo. Aunque sigan creyendo en el otro.
Y además se ríen mucho, sí. Supongo que también lloran mucho y a veces, si les tiras un poco de la lengua, empiezan a contarte sus innombrables y ciertas amarguras. Pero luego, auténticas supervivientes de tantas calamidades, sacan fuerzas de flaqueza, se secan las lágrimas, vuelven a reírse y aprovechan todo lo que pueden de una existencia que para muchas de ellas sólo había sido hasta ahora una sucesión de frustraciones y represión. Nuestras valientes y magníficas mujeres, que se reinventan la vida a diario.
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