La canción de cada uno es un emotivo cuento popular africano, que hoy me he encontrado, de nuevo, navegando por el océano de esta red social, y me he acordado entonces del relato que escribí cuando lo leí por primera vez, para contar una realidad que duele, que emociona y conmueve. A veces me cantabas mi canción, la que fuiste a buscar a la selva cuando estabas embarazada. Esa era la costumbre en nuestra aldea africana: las mujeres embarazadas, al sentir que albergaban una nueva vida, se
adentraban entre los árboles más altos y frondosos, y emitían sus plegarias, sus rezos a la selva, a la naturaleza, mientras esperaban oír entre el rumor de las brisas, del sonido incesante de los pájaros, la canción del nuevo ser. Porque todos tenemos nuestra canción, que está en el viento, en la vida, y la madre tiene que buscarla, atrapar su sonido del aire, la melodía en que está la identidad de su hijo. Y cuando tú escuchaste la mía, te la aprendiste, y volviste a la aldea, a esperar a que yo naciera, para cantármela. Luego también me la cantaste en cada celebración, en cada momento importante de mi vida, en cada ritual. Por eso también la escuché cuando me llevaste a la curandera, para que me practicaran el ritual de la ablación, la amputación de mi sexo con una cuchilla. Allí oí su sonido melódico, antes de que mi llanto acallara tu voz y mi canción, y ya sólo se escucharan los alaridos del dolor. Y también me la cantabas cuando te dolía mi tristeza, mi incapacidad para emitir el ruido de la risa. Lo hacías como un conjuro, porque sabías que en mi canción estaba la esencia de mi vida, y, con ella, con su sonido mágico, quizás volviera a mi origen, a mi ser inicial, despojada de los sufrimientos añadidos que nos va dejando la vida, los avatares de la existencia, los dolores y las tristezas que acaban invadiéndonos, alternándonos. Y susurrándome mi canción, subimos a aquella barca que nos liberaría del hambre y del miedo, cuando mataron a papá, y allí, en nuestra aldea, sólo nos quedaba la memoria y la realidad de la miseria y la sangre. Pero tú te quedaste allí, mamá, en el agua, con los ojos repletos de mar, mientras me mirabas, y movías la boca, posiblemente para cantarme mi canción, para que sintiera mi vida, en plenitud, en su esencia, y luchara por ella, para salvarla. Por eso yo también la escuché, y sentí de nuevo la selva dentro de mí, su fuerza, su vigor, y nadé, como había aprendido en el río, con las aletas de mis piernas, rompiendo las olas a manotazos, a brazadas, tragándome la sal y el mar, pero avanzando. Llegué a la playa apenas sin aliento, pero con muchas ganas de vivir. Por mí y por ti, mamá. Por mis sueños y los tuyos. Y hoy, en este atardecer de los albores del verano, oigo un susurro de voces en la brisa salobre de la playa por la que paseo. Son cientos, miles, millones quizás, de canciones, las que se escuchan en el rumor de las olas y del viento que llega del sur, en las que palpitan historias de lejanas selvas, de pájaros y alas, de vuelos y sueños.
Francisco de Paz Tante.
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