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Perséfone


Uno mira, uno huele el olor distinto, del ser que se devela.
 Uno aprende su nombre, y lo musita en tardes que no tienen otro sentido que el segundo en que se queman.
 Uno se demora en lo adquirido, y lo contempla, y lo penetra, y lo convive bajo el fuego en que crepita, cede o gime a nuestra piel, o a calidades más remotas, más inescrutables.
 Después nos convertimos en los habituales. Nuestro sol es el antro, nuestra calle de encuentro, nuestra duda, nuestra pérdida extraña.
 Debemos estar muy solos para eso, muy pálidos bajo la luz del día y bajo la mirada de las vírgenes. Sin embargo, debemos atrevernos, elegir nuestro próximo minuto, balbucirles a ellas actos telúricos y palabras telúricas, signos de galaxias menos complicadas, pero más mortales, exactitudes a su gusto que sólo bastarán para perdernos, y horas y horas que se adentrarán en nosotros y nos harán volver a un confuso principio, a una lenta construcción para lo nunca, para el después y el quemarnos.
 Al fondo del gran salón está la parte capital del antro. Hay un corredor que se bifurca en treinta y tres alcobas, en treinta y tres cuerpos que se abren y se cierran en rojas floraciones. En lechos, donde con suavidad se intercambia el sabor de la piel, donde las mujercillas se acuestan boca al cielo, con focos verdes y azules que a veces parpadean; donde son soñadas y sentidas por hombres de otra estirpe y de otro espacio; donde las entran, y todo da vueltas en locas espirales de calor y de penumbra; donde una sola vivencia puede orientar todo un pasado, y el gambito de dama encauza y brilla.
 Tres sombras atienden a las parejas en ese vaivén de la emoción. Tres lesbianas son dueñas de las sábanas frescas y retiran las sábanas mojadas. Rosa, a la entrada, cobra los derechos del tálamo, del entroncamiento. Alma dispone de los cuartos vacíos. Carla las lleva a la puerta, y las encierra con sonrisa dudosa, deseando entre dientes buena nupcia. Las tres tienen uñas afiladas, y los pechos tan breves que parecen ausencias.
 Disfrutan indiferentes al rumor de que a veces entre los cuerpos que se aman se les ha visto atisbando. Cuando las vi por vez primera, mirando con lo oscuro, alguien, que ya bien conozco, me tapó los ojos.
 Al fondo está la parte capital del antro. Hay senos y brazos y lechos que tiritan. Hay vientres adiposos y sexos acipados. Hay combustión, flagración y tostamiento.
Manos temblorosas y ojos que recorren como tacto estremeciendo la oreja en que se posan. Pueden oírse las palabras que salen de su ámbito, los gestos que avanzan sobre la cuerda floja. Los requiebros, desdenes y gemidos.
 También el miedo puede oírse. La repentina palpitación de que no sea real lo que se toca. Los cabellos sedosos y la parte entrañable. Todo temor sospecha, y bajo la luz rojiza no es de nuestro mundo, ubicado en el mundo. Perséfone se levanta de las piernas del hombre, sin mirar de donde se levanta.
La penumbra tonaliza su rostro; lo eleva y lo desciende en tres expresiones momentáneas, diversas. Está de pie. Inmóvil.
Parece que la inercia teje en su mirada un ocultamiento más oculto que aquel que irradia por costumbre.
 Se extienden hilos largos que no acaban, no comienzan.
 Abre los párpados lo que cubrió la sombra; se abre el corazón verde de aquello que soñaba. La noche se retira como un amante embozado, que el aire iluminándose empuja hacia lo oscuro. Lenta se convierte en alas; lenta sucumbe al fuego sagrado de la nueva creación. Como un fruto caído, como un silencio abierto, es una corola negra que se abre en rayos. Hálito es todo y es palabra viva. Se transforma la sombra en blanco muro, la tiniebla gimiente en sosegado río, el estallido en luz. El tiempo oscuro se convierte en verde. La oscuridad se hace visible. Una corola en el azul florece. La brisa benéfica despierta. Vuela un papel, una palabra, un pájaro. No hay color inmóvil ni sonido quieto. No pesa la edad, el tiempo ya no se oye. El primer azul es el azul del día. La creación se levanta. Expande el hálito del sueño comprobado nuevamente. Existe el día como en el día primero. Se separa lo oscuro de lo claro, lo bajo de lo alto. Las aguas separadas mecen su murmullo vibrante. La luz cabalga sobre su superficie. El alba ya toca las colinas, la cúpula de las catedrales; anida y palpita entre las plantas, atraviesa los párpados de lo que duerme (y no sueña) y los ojos de un pájaro. El sol restituye a cada cosa su propio movimiento, su imagen entre el cielo y la tierra; siembra su bendición de rayos. Enciende esta morada inmensa como un gran cirio alumbra una mano de niño. El mundo nace en una llama. Todo es un pensamiento, un sueño apenas. Todo es alba y albura de plumas invisibles. Voces se callan, se inauguran ruidos. Paisajes puros sueñan. Olas azules nacen. El aire está húmedo de alba; está lleno de cantos. Hay superficie, orillas en las cosas. No hay espacio sin música. Todo el espacio vibra habitado de luz. Son visibles los techos, los árboles, el canto. El silencio desborda hacia adentro sus sonidos. El fondo se muestra. Nace el sueño. Todo está vivo. El amarillo vive. El violeta abre los párpados y mira. El rojo se levanta en una epifanía. El mundo de los astros es el mundo del ojo. Aquello que la luz roza está tañendo. El cielo es una llama. La hora blanca comienza. Un sonido recorre, ondula en el tiempo y canta. Ondas iluminadas se esparcen, árboles blancos y ventanas blancas se plasman en el aire como en un lienzo clarísimo. La aurora, el mediodía, el crepúsculo, la noche, la tarde abigarrada se ven en una nube móvil. Todo lo que brilla es un ojo de imágenes. Oigo el alba batir en la inmensidad conmovida. Oigo mi propia conmoción. Oigo el temblor de las cosas inmóviles contenidas al borde de la respiración. Oigo su respiración en el silencio de su inmovilidad. Oigo el color de la luz atravesando una ventana. Veo el alba como la última estrella que aún tiembla. La veo bajar de la bóveda cual si fuera cayendo, pálida y temblorosa entre nupciales velos. Blanco lino, lirios blancos, casta leche, grana del cielo, orlas, tálamo sin nombre derrama, expande, gira en ellos. Ahí donde su luz termina empieza Dios. El sol parece rodeado de silencio. Deja en el aire el grano primigenio de la altura extrema. El día esparce sus flores como un esférico y rápido rosal. El día esparce la palabra que quebrada, que resistiendo nombra. Ya eleva tallos, ya enciende rostros, ya pinta parajes en el alba. Olores y sabores flotan. El azul, la onda, el suelo, todo vuela. Hay alas sobre los adoquines y las piedras. Una hoja de papel vuela hacia ti. Te nombra. Un resplandor siempre más alto cae hacia ti. Te nombra. Un día joven te envuelve, se apresura. Te nombra. Un discurrir soleado suelta pájaros reales y pájaros de luz. Te nombra. Una sombra que ya no es sombra, mirada por el sol. Te nombra. Algo azul que pasa debajo del azul como si fuera un ala. Te nombra. Algo que cae sobre tus brazos como una llama. Te nombra. Algo que cae sobre tus brazos como un fruto abierto. Te nombra. Algo que asciende de tu corazón. Te nombra. Los colores aletean, son mariposas posadas sobre lo móvil y lo inmóvil. Descienden horas cárdenas, horas blancas con sus copos livianos, horas grises, verdes, amarillas; descienden profundidad y altura. El sol y la luna florecen como el árbol po y el árbol jo en un mismo jardín. El hombre participa de un movimiento angélico. Se ha roto la hora negra; de su interior brotaron las horas policromas, femeninas, aéreas. Hacia el festín del día se dirigen los colores en vigilia, hablando a los ojos, al olfato, al oído. Flores coloreadas flotan como peces diminutos, como perlas cayendo de la altura. El azul, el verde, el rojo, el oro se reúnen en un solo color. El fuego, el aire, la tierra, el agua se reúnen, se separan, tienen miles de nombres. Cada color tiene un sonido, deja en el aire muchas sombras. La hora blanca, el alba se difunde. Lentamente se dora. Es lluvia de oro. La alegría se expande con una claridad del sueño. La alegría se derrama como una sustancia de la luz. Auroral arde el último minuto sobre las calles y las casas, sobre la sonrisa de un hombre que ha sentido la gracia y la repetición. No pesa la alabanza, la divinidad, la doncellez: la virgen del día ha disuelto la enraizada sombra. Florecen las casas, el valle y la ciudad con sus torres. Un mundo se abre en cada flor, en cada cuerpo. El paisaje se eleva. Se elevan contornos y rojas montañas como laberintos ascendentes. Entra el azul por un cielo de oro. La mañana cambia de plumas como un pájaro que sufre las expansiones de su leve edad. El cambio pasa en silencio como una inspiración, a la que uno no puede resistirse, pues rodean al cambio resplandores y voces que escuchamos mudamente. Dios se presiente atrás de este milagro, donde borda la aurora sus colores. No provoca miedo la revelación de lo divino iluminado. Atrás del esplendor Dios comparece, ama con belleza oculta, esparce belleza benigna en cada rayo de sus Ojos. La aurora se consuma. Beatífica asciende y se desgrana en azules, verdes y huellas sonrosadas. Dora el pico opaco de los pájaros, la punta de sus plumas, la espuma de sus pechos. Hila el instante rubio, la rodilla dorada. Soy uno de sus halos. El día es un fruto redondo que madura. La luz reina. La luz justa. La luz virgen. La luz es vacío o infinito para aquellos que la aman. Es alabanza azul sobre lo verde, es espíritu puro. Es mariposa en luces esparcida, es albergue viajero de la hora que camina. Es resplandor ojival, es ojo ardiente. Con amor igual al del amor primero, envuelve con su cuerpo a cada ser, riega trozos de sombra abajo de su ser.
 Siempre anterior a la palabra. Siempre la más cierta de las apariencias, de las transparencias. 
Todo lo que toca es santo. Todo lo que mira brilla.
 Todo aquello que toca se desliza sobre pies delicados.
 La luz justa.
 La luz como una virginidad siempre restaurada.
 Halla nido en el sitio que escoge como el ave.
 Pisa con alas temblorosas, con pie alado a la piedra en su reposo, a la planta en su savia, a la mujer en sus ojos, a la bestia en sus mil formas.
 Tiene la largura, la fluidez de un río elevado.
 Avanza igual que una nube llevada por su propio viento. En su vuelo ondula su color. Bebe la estela que levanta su ritmo.
 Su movimiento cambia, pero sigue en ella. Veloz por nuestras calles, como si las presencias arcangélicas
 Mis sentidos despiertan.

 Oigo mi cuerpo, oigo su cuerpo enredarse en el mío. Crecen los dos, enmudecen, maduran, se avejentan, mueren.
 Oigo el eco de su desaparición, de su nacimiento.
 Oigo. Que no están, que llegan, que se van.

 Siento su cuerpo. Toca con mil poros abiertos a mi piel. Me roza con mil manos y muslos. Me roza con pedazos de carne que se labia, se hiende. Mojándome. Huelo su origen. Su deseo. Su ceniza.

 Sus cabellos húmedos de mis cabellos. Su roce que es mi roce.

Veo la palabra que no dice en su lengua curvada, alargada hasta mi lengua. Su sexo que entraña mi sexo. Sus pies extendidos. Su movimiento sacando chispas de las sábanas con las caderas. Su hundimiento en el colchón. Su levantarse y caer y sonar. La oscuridad momentánea de su boca, de sus axilas, de su cuello y sus brazos.
 Llena mi ver una rodilla. Un brazo. Un ojo. Un cabello entre mis labios. Un trozo de muslo. Un pedazo de vientre. El ombligo. Sus cabellos. Su ombligo. Su cara vuelta a la derecha. Su cara vuelta a la izquierda. Su mentón apuntando hacia arriba y hacia abajo. Su cuerpo recogido. Su cuerpo diagonal. Su ombligo. Su oreja. Sus cabellos. Su sexo. Su boca que se ahonda y se ahonda, que se sumerge por adentro de ella, que cae y cae, toca mi sexo, sube por mi cuerpo, se convierte en mi boca que la besa en su boca que se ahonda, y cae en mí, y cae en ella.

Autor: Homero Aridjis 

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