“Eran las tres de la mañana, la juez Helen Richok y el forense a su cargo
acababan de levantar el cadáver de otro indigente. Regresaron al juzgado en el
coche oficial. En el rostro de los
policías se podía ver signos de tedio mientras veían alejarse el furgón del
Instituto Técnico Forense”
e fui perdiendo. Mi conducta fue siendo
cada vez más caótica por la continua mezcla de drogas y alcohol. Con el
tiempo esa mezcla restaría a mi mente
momentos de lucidez. Las grabaciones y giras musicales, no eran las de
antes, ni mucho menos. Por lo que un día, tomé la decisión de marcharme,
escapando de ese mundo que había conseguido asfixiarme.
Mi equipaje,
se redujo tan solo una botella de whisky y al saxofón que de niño me regaló mi padre, aun olía a
chatarra y alcohol barato.
Regresé a esa parte de la ciudad de la que la que
salí siendo un adolescente. Tras mucho
caminar, mis pasos se detuvieron ante un edificio. Me senté en los escalones,
mugrientos y malolientes de la
entrada. Eché
un trago a la vez que una persona que subía esos mismos escalones se me quedó
mirando con recelo, por lo que yo le
sonreí.. Eché una ojeada a mí alrededor y volví a beber. Todo y nada había cambiado
en aquel lugar me dije, evocando los momentos que pasé sentado allí de niño, solo, tocando la armónica que me regaló el abuelo Louis o
arrancando sonidos a ese primer saxofón.
Los graffitis, las amenazas seguían
decorando las paredes. El color del aire seguía siendo gris escondido.
Yo había sido un joven de espíritu melancólico. Un
bicho raro para algunos. La música fue mi vida. Tanto ella como yo
nacimos para encontrarnos en una
libertad absoluta. Soñé con llegar a
ser unos de esos “jazzmen” a los que
tanto mi padre como yo
admirábamos.
Dichos
recuerdos
me nublaron mis ojos. Me puse en pie y me dispuse a subir los tres
pisos que me separaban del apartamento en el que habíamos vivido. En
realidad no sabía qué hacía allí. Mis padres hacia años que habían
muerto, y mi
hermana Marie, hacía mucho tiempo
que no sabía nada de ella. No les hubiera
gustado verme vestido de perdedor.
En mi mente volvieron a
reproducirse las discusiones y riñas de
mis padres. Sus voces parecían seguir tras esa misma puerta mugrienta y
desconchada. Mi abstracción duró poco, fui asaltado por un niño que huía
de alguien y que, con unos
enormes ojos colmados de curiosidad, se me quedó mirando. Le sonreí, me sonrió,
hasta que entre palabras amenazadoras su madre lo rescató de mí.
Volví a
bajar las escaleras. El pasado en esos
momentos llegó a resultarme tan cercana que, con tristeza, salí a la
calle a continuar el camino.
A pesar del tiempo el barrio no había perdido
sus señas de identidad, prostitutas, borrachos, camellos y esos mendigos que,
como yo, deambulaban por las calles pintando un paisaje desolador.
Necesitaba
vivir en la calma del que se deja llevar. Me llegué a convertí en un
indigente, en uno más, de los muchos con
los que me cruzaría a diario. Ya
apenas quedaba algo de aquel hombre que había tocado en los mejores locales del
mundo. El más grande improvisador de toda la historia del jazz, según los críticos. Solo
se podían ver de él sus escombros.
Casi sin proponérmelo aprendí muchas cosas. Hacía tiempo que había
dejado de sentir pudor al extender la
mano para pedir ,o poner un recipiente en el que pudieran echarme unas monedas
a cambio de mi música, con las que comprar whisky con el que adormecer mis
pensamientos. Al igual que otros, me dediqué a recoger colillas del suelo o
cartones con los que poder arroparme en las frías noches.
Una noche, a la salida del metro, me
dediqué a caminar por esa parte de la ciudad en la que todo
consigue cambiar de nombre y de sentido,
en la que conviven ángeles y demonios vencidos, fui atacado por alguien. El alcohol me impidió reaccionar.
Apenas pude ver el rostro de mi
atacante. Sólo me fije en que le temblaba la mano que sostenía una pistola, una
treinta y ocho, escuché decir a los policías horas mas tarde.
Me pidió repetidas veces que le diera
todo lo que llevaba encima. Empecé a ser consciente del peligro que estaba
corriendo. Le pedí que se tranquilizara, que no tenía nada que pudiera valer la
pena. Advertí como ese joven se fijaba en mi saxofón. Sentí un escalofrío,
sabía lo que esa mirada significaba ante la urgencia de una necesidad.
No fui consciente del disparo, solo del fuego que
empecé a sentir en el vientre. Mis manos sujetaron con desesperación para
calmar ese fuego, sin conseguirlo. Empecé a sentir frío. Las
piernas ya no conseguían sostener el peso de mi cuerpo. Estaba sintiendo el
íntimo roce con la muerte. Necesitaba un trago, lo necesitaba más que
nunca.
Me desplome entre los cubos de basura atrayendo ratas y
algún que otro gato famélico.
Enfrentarme
a la muerte me hizo recurrir a una de las
oraciones que mi vieja me enseñó de niño
al acostarme. No conseguí recordar más que el principio. El frío iba
siendo mucho más intenso. Las luces de
mi cerebro habían empezado a ir apagándose lentamente.
¿Cuánto tiempo transcurrió desde que recibí ese disparo, hasta que llegó la
policía? No lo sé.
Sólo sé que llegó la policía y se dedicó a
buscar en mis bolsillos algo que les
permitiera identificarme. Pero solo
encontraron la botella de whisky en el bolsillo de la chaqueta medio vacía y la
boquilla de un saxofón.
Triste relato, muy triste, sin esperanza, sin salida...pierden todos...muy fuerte Anna
ResponderEliminarUn abrazo