Nana era tímida, mimosa, agradecida. Su
anhelo de afecto se debatía con el miedo al rechazo. No sé cómo fueron
sus cinco primeros años de vida. Su temor a los humanos insinuaba la
experiencia del maltrato. Si un extraño intentaba acariciarla, agachaba
la cabeza y sus ojos parpadeaban, expectantes. La crueldad de los
desconocidos no consiguió destruir su ternura. Cuando paseábamos por la
estepa castellana, una tierra áspera y dura, no se separaba de mi lado y
me observaba con gratitud y dulzura. Si aparecía un conejo, lo
perseguía con atolondramiento. Después de correr unos metros entre
jaras, pinos y matorrales, regresaba jadeando, feliz de saber que ya no
estaba perdida. Es imposible esquivar a la muerte, pero al menos durante
un tiempo hemos caminado juntos hacia ella, con la esperanza de
reencontrarnos en un lugar donde ya no habrá aflicción ni desamparo.
Descubrí la existencia de Nana en la
página de la Sociedad Protectora de Animales y Plantas de Madrid. Me
conmovió su historia. Había excavado una madriguera en el muro del
refugio y había alumbrado a seis cachorros. A pesar de vivir en la
calle, sin afecto ni cuidados, había logrado alimentar a los recién
nacidos. Imagino que algunas personas de buen corazón le proporcionaron
comida y la proximidad de un riachuelo le abasteció de agua. Los
cachorros estaban gorditos y parecían felices, sin reparar en su
situación de precariedad e indefensión. Los voluntarios trasladaron a la
familia al refugio. Nana se mostró muy dócil desde el primer momento,
pero no podía reprimir su inseguridad, que se reflejaba en su actitud
vigilante y medrosa. Continuó atendiendo a sus cachorros, sin ocultar la
angustia que le producían los seres humanos. Los cuidadores intentaron
ganarse su confianza a base de cariño y paciencia. Acostumbrados a todo
tipo de iniquidades, les asombraba que pasaran las semanas y el miedo no
se atenuara. Los cachorros fueron adoptados. Cuatro fueron enviados a
Austria. Los demás se quedaron aquí, acogidos por familias españolas.
Nana era una perra muy bonita, pero su desconfianza y retraimiento
disuadían a los que se interesaban por ella. Después de varios meses,
una chica joven decidió llevársela, pero el sonido de un petardo en un
parque le provocó un ataque de pánico. Nana huyó sin rumbo fijo,
sorteando calles y automóviles. Los voluntarios de la protectora
necesitaron dos meses para localizarla y rescatarla. La chica que la
había adoptado no quiso intentarlo de nuevo y Nana regresó al albergue,
donde pasó los siguientes dos años.
El 30 de abril de 2005 acudí al albergue con la determinación de incorporarla a mi familia. En mi casa, ya había dos perritos y un gato, que convivían sin problemas. Sabía que la aceptarían, pues casi todos habían soportado vivencias traumáticas y agradecían cualquier presencia afectuosa. Antes de enseñármela, los voluntarios me advirtieron sobre su carácter apocado y su tendencia a huir ante cualquier sobresalto. Su cuidadora me la entregó con un arnés, invitándome a dar un paseo antes de formalizar la adopción. Encajonada entre una autovía y un descampado, la protectora era un lugar inhóspito, sin apenas árboles y con infinidad de perros y gatos intentando llamar la atención de los visitantes para salir de un encierro benigno, pero indeseable. Nana tenía el mismo aspecto que en la foto: los ojos rebosantes de ternura, el pelo largo y rubio, un hocico alargado que insinuaba cierto parentesco con el galgo o el collie, las orejas caídas, una cola poblada y unas motas canelas en la cara y las patas delanteras. Su estampa noble y amigable recordaba al Golden Retrevier, pero sin su complexión robusta. Paseamos durante media hora. Aceptaba la correa dócilmente, sin adelantarse ni quedarse rezagada. Era evidente que el miedo reprimía cualquier gesto de espontaneidad. Al cabo de unos minutos, nos sentamos en un bordillo y le acaricié la cabeza. Hablé con ella sin levantar la voz, con la convicción de que no necesitábamos manejar el mismo idioma para entendernos. Apenas se atrevía a mirarme. Acerqué la cara con la esperanza de que lamiera mis mejillas. Saqué una galleta del bolsillo y la puse a su alcance, pero no quería moverse. No hice ningún progreso, pese a insistir con cariño, aguardando una respuesta que reflejara su espíritu delicado y entrañable. Pensé en Platero. Nana también era suave y peluda y con unos ojos negros como el azabache. De cerca, parecían unas lagunas negras estremecidas por un viento compasivo y no era difícil imaginarla corriendo entre “florecillas rosas, celestes y gualdas”. Intenté animarla para que abandonara su pasividad. Deseaba que corriera con un trotecillo alegre, se alejara unos metros y regresara para hundir su cabeza en mi costado, exigiendo mimos y agasajos, pero Nana se limitaba a observarme, con la mirada del que cobija una herida interior interminable. Algo frustrado, pero sin ninguna vacilación, hablé con su cuidadora, que apenas conseguía contener su miedo a que me echara atrás.
-Es una perrita excepcional –aseguró con una sonrisa triste-. Sólo necesita tiempo y mucho amor.
La cuidadora era una mujer de unos cincuenta años, que aún no se había resignado a que tantas almas inocentes transitaran por el olvido y el desconsuelo. Nerviosa y titubeante, se agachó y, con unas manos maltratadas por la intemperie y el trabajo físico, comenzó a peinar a Nana, con esa dulzura que las madres reservan para sus hijos enfermos. El peine alargaba de forma inverosímil el pelo de la cola y se entretenía con el lomo y la barbilla. Advertí que la perrita tenía un bulto en el cuello. Pregunté qué le sucedía.
-No es nada grave –contestó, restándole importancia-. No estará arrepintiéndose, ¿verdad? Nana se merece salir de aquí. Aunque la paseo a diario, necesita una familia. Tiene un corazón de oro. Cuidó a sus cachorros de una forma conmovedora. Es increíble que les sacara adelante. Todos encontraron familias de acogida, menos ella. Por favor, adóptela. Se le acaban las oportunidades. Ya tiene unos cinco años. Casi nadie está dispuesto a llevarse a un perro viejo y traumatizado.
-El bulto sólo es un depósito de saliva –intervino el veterinario, un joven de barba pelirroja y semblante afable-. Se puede operar y no quedarán secuelas. Mi compañera tiene razón. Nana es especial. Sería una lástima que pasara aquí el resto de su existencia.
La perrita movía la cola por primera vez. La cuidadora había conseguido que se animara un poco, susurrándole una canción al oído.
-¿Por qué se llama Nana? –pregunté.
-Por la perrita de Walt Disney. La que cuidaba a los niños en Peter Pan. Además, le gustan las nanas. Cuando le canto una, mueve el rabito y sonríe. ¿Sabe por qué sonríen los perros?
Me encogí de hombros, levantando las cejas.
-Sonríen porque tienen alma y desean nuestra felicidad.
Media hora más tarde, circulaba con Nana por la carretera de Burgos. Los dos estábamos asustados. Los dos notábamos el sufrimiento del otro. Yo tenía miedo de fracasar una vez más. Tenía miedo de no conseguir que su tristeza se convirtiera en alegría y espontaneidad. Tenía miedo de contagiarle mi melancolía, agravando aún más su carácter introvertido. Probablemente Nana se preguntaba qué le reservaba el destino. Para ella, el futuro inmediato se había convertido en una nueva incógnita. Especulé con su pasado. Cerca de la protectora, había un poblado de chabolas. Tal vez había pasado sus primeros años en un entorno hostil hacia cualquier forma de vida, soportando palos y humillaciones, atada con una cadena, sin ninguna clase de resguardo frente al frío o el calor y con apenas unos metros para moverse. No me convencía esa posibilidad, si bien no se me ocurría ningún argumento para desecharla. Por su estampa, podía ser un cruce de galgo y labrador, un experimento de cazadores que atribuían a sus perros el mismo valor que una escopeta o quizás menos. Su resistencia a comer de la mano podía atribuirse a un adiestramiento cruel, basado en terribles castigos para evitar que mordisqueara las piezas cobradas. Sus reacciones de pánico ante cualquier estampido sugerían que nunca se acostumbró a los disparos de las escopetas. Los cazadores se deshacen de los perros que se asustan de los tiros. Si sus entrañas no están demasiado endurecidas, acaban con sus vidas de un disparo, pero si su perversa afición les ha envilecido el alma más allá de cualquier objeción moral, les ahorcan sin preocuparse de evitarles una lenta e indigna agonía. Algunos perros se salvan de la muerte y simplemente son abandonados a su suerte. Siempre he pensado que eso fue lo que sucedió con Nana, pero dos o tres años de vagabundeo son demasiados, salvo que haya pasado un período en compañía de humanos, que no mostraron demasiado interés por su bienestar.
Cuando llegamos a casa, Nana se instaló en un rincón. Le habíamos preparado una colchoneta, un cuenco de agua y otro de comida. Bebió un poco, se tumbó y no hizo amago de comer. Mi mujer le acarició el lomo y la cabeza, intentando infundirle confianza. Nana agachó las orejas y movió levemente la cola, pero ya había adoptado una inmovilidad de esfinge y no parecía dispuesta a jugar o correr por la casa. Dora, una mastina que también había sufrido la crueldad del hombre, la olisqueó con su tranquilidad de gigante sin miedo y Lord Sebastian, un enorme gato atigrado al que una niña rescató de una muerte segura, no pudo resistir la tentación de enredarse con su cola, lanzando pequeños e inofensivos zarpazos. Nana no protestaba ni se resistía. En su actitud resignada, se apreciaba la fatalidad del que ya no espera nada. Su tristeza nos apenó profundamente. Casi todos los que viven en nuestra casa han sufrido diferentes formas de maltrato. Dora soportó golpes durante años de un hombre brutal y sin conciencia, que descargaba sus frustraciones y complejos sobre su cuerpo de coloso. Mi mujer y yo nos enfrentamos a él varias veces, pero no logramos nada, salvo su odio y enemistad. Dora se fugó una mañana, aprovechando un descuido y se plantó en la puerta de nuestra vivienda. Descubrí su presencia al abrir el buzón. Me miró con ojos suplicantes y vagamente esperanzados. No lo dudé un instante. En esos momentos, Dora no era Dora, pues ni siquiera tenía nombre. Sólo era una mastina con el alma herida y el deseo de pasar sus últimos años rodeada de afecto y comprensión. Sonreí, hice un leve gesto y Dora entró en casa conmigo. Al no estar identificada, adoptarla no constituyó ningún problema. Después de pasar por la peluquería, su pelo áspero y grisáceo se transformó en un manto suave y brillante. Tenía ocho años, una edad avanzada para un perro de sesenta kilos, con sangre de mastín y pastor belga, pero conservaba una alegría infantil y un carácter bondadoso, que había obrado el milagro de preservar su fe en el hombre, pese a una vida marcada por los agravios y las vejaciones.
El 30 de abril de 2005 acudí al albergue con la determinación de incorporarla a mi familia. En mi casa, ya había dos perritos y un gato, que convivían sin problemas. Sabía que la aceptarían, pues casi todos habían soportado vivencias traumáticas y agradecían cualquier presencia afectuosa. Antes de enseñármela, los voluntarios me advirtieron sobre su carácter apocado y su tendencia a huir ante cualquier sobresalto. Su cuidadora me la entregó con un arnés, invitándome a dar un paseo antes de formalizar la adopción. Encajonada entre una autovía y un descampado, la protectora era un lugar inhóspito, sin apenas árboles y con infinidad de perros y gatos intentando llamar la atención de los visitantes para salir de un encierro benigno, pero indeseable. Nana tenía el mismo aspecto que en la foto: los ojos rebosantes de ternura, el pelo largo y rubio, un hocico alargado que insinuaba cierto parentesco con el galgo o el collie, las orejas caídas, una cola poblada y unas motas canelas en la cara y las patas delanteras. Su estampa noble y amigable recordaba al Golden Retrevier, pero sin su complexión robusta. Paseamos durante media hora. Aceptaba la correa dócilmente, sin adelantarse ni quedarse rezagada. Era evidente que el miedo reprimía cualquier gesto de espontaneidad. Al cabo de unos minutos, nos sentamos en un bordillo y le acaricié la cabeza. Hablé con ella sin levantar la voz, con la convicción de que no necesitábamos manejar el mismo idioma para entendernos. Apenas se atrevía a mirarme. Acerqué la cara con la esperanza de que lamiera mis mejillas. Saqué una galleta del bolsillo y la puse a su alcance, pero no quería moverse. No hice ningún progreso, pese a insistir con cariño, aguardando una respuesta que reflejara su espíritu delicado y entrañable. Pensé en Platero. Nana también era suave y peluda y con unos ojos negros como el azabache. De cerca, parecían unas lagunas negras estremecidas por un viento compasivo y no era difícil imaginarla corriendo entre “florecillas rosas, celestes y gualdas”. Intenté animarla para que abandonara su pasividad. Deseaba que corriera con un trotecillo alegre, se alejara unos metros y regresara para hundir su cabeza en mi costado, exigiendo mimos y agasajos, pero Nana se limitaba a observarme, con la mirada del que cobija una herida interior interminable. Algo frustrado, pero sin ninguna vacilación, hablé con su cuidadora, que apenas conseguía contener su miedo a que me echara atrás.
-Es una perrita excepcional –aseguró con una sonrisa triste-. Sólo necesita tiempo y mucho amor.
La cuidadora era una mujer de unos cincuenta años, que aún no se había resignado a que tantas almas inocentes transitaran por el olvido y el desconsuelo. Nerviosa y titubeante, se agachó y, con unas manos maltratadas por la intemperie y el trabajo físico, comenzó a peinar a Nana, con esa dulzura que las madres reservan para sus hijos enfermos. El peine alargaba de forma inverosímil el pelo de la cola y se entretenía con el lomo y la barbilla. Advertí que la perrita tenía un bulto en el cuello. Pregunté qué le sucedía.
-No es nada grave –contestó, restándole importancia-. No estará arrepintiéndose, ¿verdad? Nana se merece salir de aquí. Aunque la paseo a diario, necesita una familia. Tiene un corazón de oro. Cuidó a sus cachorros de una forma conmovedora. Es increíble que les sacara adelante. Todos encontraron familias de acogida, menos ella. Por favor, adóptela. Se le acaban las oportunidades. Ya tiene unos cinco años. Casi nadie está dispuesto a llevarse a un perro viejo y traumatizado.
-El bulto sólo es un depósito de saliva –intervino el veterinario, un joven de barba pelirroja y semblante afable-. Se puede operar y no quedarán secuelas. Mi compañera tiene razón. Nana es especial. Sería una lástima que pasara aquí el resto de su existencia.
La perrita movía la cola por primera vez. La cuidadora había conseguido que se animara un poco, susurrándole una canción al oído.
-¿Por qué se llama Nana? –pregunté.
-Por la perrita de Walt Disney. La que cuidaba a los niños en Peter Pan. Además, le gustan las nanas. Cuando le canto una, mueve el rabito y sonríe. ¿Sabe por qué sonríen los perros?
Me encogí de hombros, levantando las cejas.
-Sonríen porque tienen alma y desean nuestra felicidad.
Media hora más tarde, circulaba con Nana por la carretera de Burgos. Los dos estábamos asustados. Los dos notábamos el sufrimiento del otro. Yo tenía miedo de fracasar una vez más. Tenía miedo de no conseguir que su tristeza se convirtiera en alegría y espontaneidad. Tenía miedo de contagiarle mi melancolía, agravando aún más su carácter introvertido. Probablemente Nana se preguntaba qué le reservaba el destino. Para ella, el futuro inmediato se había convertido en una nueva incógnita. Especulé con su pasado. Cerca de la protectora, había un poblado de chabolas. Tal vez había pasado sus primeros años en un entorno hostil hacia cualquier forma de vida, soportando palos y humillaciones, atada con una cadena, sin ninguna clase de resguardo frente al frío o el calor y con apenas unos metros para moverse. No me convencía esa posibilidad, si bien no se me ocurría ningún argumento para desecharla. Por su estampa, podía ser un cruce de galgo y labrador, un experimento de cazadores que atribuían a sus perros el mismo valor que una escopeta o quizás menos. Su resistencia a comer de la mano podía atribuirse a un adiestramiento cruel, basado en terribles castigos para evitar que mordisqueara las piezas cobradas. Sus reacciones de pánico ante cualquier estampido sugerían que nunca se acostumbró a los disparos de las escopetas. Los cazadores se deshacen de los perros que se asustan de los tiros. Si sus entrañas no están demasiado endurecidas, acaban con sus vidas de un disparo, pero si su perversa afición les ha envilecido el alma más allá de cualquier objeción moral, les ahorcan sin preocuparse de evitarles una lenta e indigna agonía. Algunos perros se salvan de la muerte y simplemente son abandonados a su suerte. Siempre he pensado que eso fue lo que sucedió con Nana, pero dos o tres años de vagabundeo son demasiados, salvo que haya pasado un período en compañía de humanos, que no mostraron demasiado interés por su bienestar.
Cuando llegamos a casa, Nana se instaló en un rincón. Le habíamos preparado una colchoneta, un cuenco de agua y otro de comida. Bebió un poco, se tumbó y no hizo amago de comer. Mi mujer le acarició el lomo y la cabeza, intentando infundirle confianza. Nana agachó las orejas y movió levemente la cola, pero ya había adoptado una inmovilidad de esfinge y no parecía dispuesta a jugar o correr por la casa. Dora, una mastina que también había sufrido la crueldad del hombre, la olisqueó con su tranquilidad de gigante sin miedo y Lord Sebastian, un enorme gato atigrado al que una niña rescató de una muerte segura, no pudo resistir la tentación de enredarse con su cola, lanzando pequeños e inofensivos zarpazos. Nana no protestaba ni se resistía. En su actitud resignada, se apreciaba la fatalidad del que ya no espera nada. Su tristeza nos apenó profundamente. Casi todos los que viven en nuestra casa han sufrido diferentes formas de maltrato. Dora soportó golpes durante años de un hombre brutal y sin conciencia, que descargaba sus frustraciones y complejos sobre su cuerpo de coloso. Mi mujer y yo nos enfrentamos a él varias veces, pero no logramos nada, salvo su odio y enemistad. Dora se fugó una mañana, aprovechando un descuido y se plantó en la puerta de nuestra vivienda. Descubrí su presencia al abrir el buzón. Me miró con ojos suplicantes y vagamente esperanzados. No lo dudé un instante. En esos momentos, Dora no era Dora, pues ni siquiera tenía nombre. Sólo era una mastina con el alma herida y el deseo de pasar sus últimos años rodeada de afecto y comprensión. Sonreí, hice un leve gesto y Dora entró en casa conmigo. Al no estar identificada, adoptarla no constituyó ningún problema. Después de pasar por la peluquería, su pelo áspero y grisáceo se transformó en un manto suave y brillante. Tenía ocho años, una edad avanzada para un perro de sesenta kilos, con sangre de mastín y pastor belga, pero conservaba una alegría infantil y un carácter bondadoso, que había obrado el milagro de preservar su fe en el hombre, pese a una vida marcada por los agravios y las vejaciones.
Lord Sebastian tenía una cita con la
muerte una calurosa mañana de junio. Con apenas unos días, se había
ovillado en mitad de una carretera, con los ojos cubiertos de legañas.
Una niña se acercó a él, le habló con delicadeza y lo depositó en la
cesta de su bicicleta. Sus padres no atendieron a sus ruegos y no le
dejaron otra opción que buscarle un hogar o abandonarlo de nuevo.
Después de recorrer el pueblo, se acercó a mi casa. Yo había sido su
profesor y conocía mi debilidad por los seres desamparados. Lord
Sebastian superó la enfermedad y creció hasta pesar siete kilos y medio.
A veces, me pregunto si es un lince que ha huido de la lucha diaria por
la subsistencia. Dora y Lord Sebastian fueron grandes amigos, pese a
su diferencia de edad y tamaño. Dora actuaba como una madre tardía, que
compensa su falta de vitalidad con un humor sin estridencias, gracias al
cual la locura de su vástago no se despeña por la temeridad y el
disparate. Lord Sebastian trepaba por su lomo o se acomodaba en su
estómago, feliz de sentir el calor de una montaña de ternura. Los dos
fracasaron con Nana, que no abandonó su estado de melancolía, pese a sus
gestos amistosos. Algo descorazonados, se echaron a su lado y no
tardaron en dormirse, con la despreocupación del niño que aún confía en
el efecto reparador del sueño y en la posibilidad de espantar a las
pesadillas más terroríficas. Piedad y yo nos acostamos consternados,
preguntándonos cuánto tiempo necesitaría Nana para apagar su dolor
interior. Su abatimiento parecía infinito.
Durante tres días, Nana sólo abandonó su
colchoneta cuando su arnés rojo la obligaba a pasear. Aceptaba la
correa y caminaba a mi lado, acompañada por los pasos tranquilos de
Dora, pero su aflicción no disminuía. Nuestra principal preocupación era
su resistencia a comer. Parecía vencida, desesperanzada, sin ganas de
vivir. No era el primer perro que recogíamos de un albergue o de la
calle y hasta entonces la desconfianza inicial apenas había necesitado
unas horas o unos días para desaparecer. Detrás de nuestra casa, hay una
dehesa. En 2005, unos pinos minúsculos apenas contenían la desolación
del páramo castellano. Sólo un arroyo escuálido rompía la monotonía de
un paisaje donde prevalecían el ocre y el amarillo. En esas fechas, la
primavera agonizaba y el polvo y la piedra triunfaban sobre una hilera
de chopos, fresnos y álamos blancos, que dibujaban una curva en las
cercanías del cementerio de Algete. Cada mañana, Nana avanzaba por la
dehesa con tristeza. Su cabeza de galgo apuntaba hacia un horizonte
despoblado, que sólo mudaba de aspecto en la lejanía, cuando surgían las
montañas de la sierra, recortándose contra el cielo de principios de
mayo. El sol aún no se había convertido en el dios implacable del
verano. Todavía era posible caminar sin anhelar la sombra o el
atardecer. Nana no mostraba interés en correr o jugar. Sus sentidos se
concentraban en detectar cualquier señal de peligro. Al igual que Dora,
había pasado su infancia entre desconocidos que les escatimaron el
cariño imprescindible para adquirir aplomo y autoestima. Sin embargo,
Nana había encontrado valor e ingenio para alimentar a sus cachorros.
Pensé que ese impulso no podía haberse extinguido. Pensé que su interés
por la vida se despertaría cuando le confesara mi desamparo, mi
terrible inseguridad, mi temor a que las pérdidas fueran irreversibles,
mi nostalgia de los años anteriores a la muerte de mi padre, mi angustia
ante la perspectiva de una vejez solitaria, la frustración de no tener
hijos y no poder confiarles la biblioteca familiar y los centenares de
fotos de mis abuelos y bisabuelos, médicos, escritores o abogados de
convicciones liberales y republicanas. Nana tal vez me necesitaba, pero
indudablemente yo la necesitaba mucho más a ella. No sabía que los años
posteriores confirmarían esa intuición, revelando que ser hombre
significa vivir cercado por el desasosiego y la incertidumbre.
La segunda noche dormí a su lado, cada vez más preocupado por su aparente anorexia. Tuve que empujarla para que subiera al sofá y se tumbara a mis pies. Ninguno de los dos concilió el sueño. En un estado de duermevela, nuestros ojos flotaban en la penumbra, preguntándose si esa oscuridad se parecía a la muerte. Al día siguiente, se repitió la misma situación. Después de recorrer la dehesa, esperando que el ejercicio estimulara el hambre, no conseguimos que se comiera un suculento guiso de arroz y carne. Al cuarto día, ya no sabíamos qué hacer. Angustiado, me senté en el suelo y no pude contener las lágrimas. Nana se asustó al escuchar mis lamentos y acercó tímidamente su cabeza, lamiéndome por primera vez. La acaricié y le supliqué que comiera. Nana hizo un molinete con la cola y jadeó levemente. Pensé que era una buena ocasión para intentarlo de nuevo. Le acerqué una albóndiga de carne y por fin abrió la boca, engulléndola tímidamente, como un niño que come a escondidas una golosina. Poco a poco, se comió todas las albóndigas y el arroz. Luego, cerró los ojos y se durmió, con la extenuación del que ha encontrado el camino de vuelta a casa, después de vagar por un paisaje desconocido, abrumado por el temor de extraviarse para siempre. Los acontecimientos casi nunca se corresponden con nuestras expectativas. Nana no superó sus miedos en los años siguientes. Sus heridas eran demasiado profundas. Cuando paseábamos por la dehesa, yo bromeaba con ella, incitándola a correr detrás de conejos imaginarios. Dora nos seguía, con gesto de complicidad. Ya conocía mis tretas y no se dejaba confundir. La artrosis le impedía correr y su estoicismo le prohibía compadecerse de sí misma. Su lengua aparecía y desaparecía. A veces, se descolgaba por un lateral y otros se demoraba en la trufa, con un gesto semejante al de Embrujada, la bruja de la serie de televisión que me acompañó durante infinitas sobremesas en una infancia encallada en las arenas negras del franquismo. Nana se mostraba tan complaciente como un niño que pretende agradar a un maestro intransigente. Sus patas largas y estilizadas enlazaban pasos de refinada espiritualidad. Su alma de galgo afloraba con cada movimiento, recordando la tragedia de unos animales tan vulnerables como una rama de cerezo en un paisaje helado. Mi asma y mi corazón cansado me obligaban a detenerme a cada trecho, buscando una piedra para sentarme y recuperar el aliento. Dora aprovechaba las paradas para aliviar el dolor de sus articulaciones, tumbándose a la sombra de un desnivel o una retama. En la estepa castellana, no hay piedad para los caminantes. Las escasas zonas húmedas están llenas de mosquitos. Es mejor evitarlas y buscar una retama compasiva, que se ondula con el viento, imitando a una niña que se asoma a un balcón y deja que el aire de la tarde juegue con sus cabellos.
Nana se limitaba a sentarse, con una mezcla de humildad y dignidad, aguardando mis indicaciones. Yo le ofrecía golosinas, galletas con forma de hueso, que enloquecían al resto de mis perritos, pero no las aceptaba. Al final, acababan en el estómago de Dora, que agradecía el regalo con unos lametones desmesurados, verdaderos diluvios de saliva que resbalaban por mis mejillas. Dora y Nana no eran cachorros, sino perras adultas. Me preguntaba cuánto vivirían. La muerte siempre es prematura e intempestiva, aunque aparentemente se demore en algunas ocasiones. La muerte se inmiscuyó en mi vida a los ocho años, arrebatándome a mi padre, sin concederme unos minutos de cortesía para despedirme de él. A los veinte años, se presentó otra vez. Esta vez fue mi hermano, que se suicidó, harto de luchar contra picos de euforia y colapsos depresivos. Nadie hablaba entonces de trastorno bipolar y yo no sabía que la enfermedad también viajaba en mis genes. El año 2005 fue particularmente doloroso. Hacia el inicio del verano, apareció la depresión y empecé a fantasear con la muerte. Pensaba a diario en quitarme la vida, pero me contenía el temor de causar un sufrimiento injustificable en las personas y seres vivos que me querían y necesitaban. No me preocupaba el destino de mis restos, pero visitaba a menudo la tumba de mi padre y la de mi hermano. Por aquel entonces, ya había muerto Julieta, un border collie que encontré en 1987 en la misma dehesa por la que paseaba con Nana y Dora. Cuando murió Julieta en 1994, soportamos la incomprensión y la mezquindad de muchas personas, que intentaron ridiculizar o minimizar nuestro duelo. Julieta manifestó síntomas de leishmaniasis a los pocos meses de que la rescatáramos de un presumible abandono. Sin microchip ni collar, deambulaba entre Cobeña y Algete, buscando una familia que le ofreciera una segunda oportunidad. Dulce y tímida, entró en casa de unos amigos, gracias a que las puertas se hallaban abiertas. Se acercó a nosotros atemorizada, pero se animó al escuchar nuestro tono amistoso. Nuestras caricias le confirmaron que había llamado al lugar adecuado. Pensamos que era una perrita mestiza. Su cara de collie contrastaba con sus orejas caídas y sus patas cortas. Con el pelo largo y blanco, una mancha y un antifaz negros insinuaban un linaje aristocrático, pero atribuimos su estampa al azar de mezclar dos o más razas. Sólo años más tarde, descubrimos que era un border collie, una raza que apenas se conocía en España por aquel entonces.
La segunda noche dormí a su lado, cada vez más preocupado por su aparente anorexia. Tuve que empujarla para que subiera al sofá y se tumbara a mis pies. Ninguno de los dos concilió el sueño. En un estado de duermevela, nuestros ojos flotaban en la penumbra, preguntándose si esa oscuridad se parecía a la muerte. Al día siguiente, se repitió la misma situación. Después de recorrer la dehesa, esperando que el ejercicio estimulara el hambre, no conseguimos que se comiera un suculento guiso de arroz y carne. Al cuarto día, ya no sabíamos qué hacer. Angustiado, me senté en el suelo y no pude contener las lágrimas. Nana se asustó al escuchar mis lamentos y acercó tímidamente su cabeza, lamiéndome por primera vez. La acaricié y le supliqué que comiera. Nana hizo un molinete con la cola y jadeó levemente. Pensé que era una buena ocasión para intentarlo de nuevo. Le acerqué una albóndiga de carne y por fin abrió la boca, engulléndola tímidamente, como un niño que come a escondidas una golosina. Poco a poco, se comió todas las albóndigas y el arroz. Luego, cerró los ojos y se durmió, con la extenuación del que ha encontrado el camino de vuelta a casa, después de vagar por un paisaje desconocido, abrumado por el temor de extraviarse para siempre. Los acontecimientos casi nunca se corresponden con nuestras expectativas. Nana no superó sus miedos en los años siguientes. Sus heridas eran demasiado profundas. Cuando paseábamos por la dehesa, yo bromeaba con ella, incitándola a correr detrás de conejos imaginarios. Dora nos seguía, con gesto de complicidad. Ya conocía mis tretas y no se dejaba confundir. La artrosis le impedía correr y su estoicismo le prohibía compadecerse de sí misma. Su lengua aparecía y desaparecía. A veces, se descolgaba por un lateral y otros se demoraba en la trufa, con un gesto semejante al de Embrujada, la bruja de la serie de televisión que me acompañó durante infinitas sobremesas en una infancia encallada en las arenas negras del franquismo. Nana se mostraba tan complaciente como un niño que pretende agradar a un maestro intransigente. Sus patas largas y estilizadas enlazaban pasos de refinada espiritualidad. Su alma de galgo afloraba con cada movimiento, recordando la tragedia de unos animales tan vulnerables como una rama de cerezo en un paisaje helado. Mi asma y mi corazón cansado me obligaban a detenerme a cada trecho, buscando una piedra para sentarme y recuperar el aliento. Dora aprovechaba las paradas para aliviar el dolor de sus articulaciones, tumbándose a la sombra de un desnivel o una retama. En la estepa castellana, no hay piedad para los caminantes. Las escasas zonas húmedas están llenas de mosquitos. Es mejor evitarlas y buscar una retama compasiva, que se ondula con el viento, imitando a una niña que se asoma a un balcón y deja que el aire de la tarde juegue con sus cabellos.
Nana se limitaba a sentarse, con una mezcla de humildad y dignidad, aguardando mis indicaciones. Yo le ofrecía golosinas, galletas con forma de hueso, que enloquecían al resto de mis perritos, pero no las aceptaba. Al final, acababan en el estómago de Dora, que agradecía el regalo con unos lametones desmesurados, verdaderos diluvios de saliva que resbalaban por mis mejillas. Dora y Nana no eran cachorros, sino perras adultas. Me preguntaba cuánto vivirían. La muerte siempre es prematura e intempestiva, aunque aparentemente se demore en algunas ocasiones. La muerte se inmiscuyó en mi vida a los ocho años, arrebatándome a mi padre, sin concederme unos minutos de cortesía para despedirme de él. A los veinte años, se presentó otra vez. Esta vez fue mi hermano, que se suicidó, harto de luchar contra picos de euforia y colapsos depresivos. Nadie hablaba entonces de trastorno bipolar y yo no sabía que la enfermedad también viajaba en mis genes. El año 2005 fue particularmente doloroso. Hacia el inicio del verano, apareció la depresión y empecé a fantasear con la muerte. Pensaba a diario en quitarme la vida, pero me contenía el temor de causar un sufrimiento injustificable en las personas y seres vivos que me querían y necesitaban. No me preocupaba el destino de mis restos, pero visitaba a menudo la tumba de mi padre y la de mi hermano. Por aquel entonces, ya había muerto Julieta, un border collie que encontré en 1987 en la misma dehesa por la que paseaba con Nana y Dora. Cuando murió Julieta en 1994, soportamos la incomprensión y la mezquindad de muchas personas, que intentaron ridiculizar o minimizar nuestro duelo. Julieta manifestó síntomas de leishmaniasis a los pocos meses de que la rescatáramos de un presumible abandono. Sin microchip ni collar, deambulaba entre Cobeña y Algete, buscando una familia que le ofreciera una segunda oportunidad. Dulce y tímida, entró en casa de unos amigos, gracias a que las puertas se hallaban abiertas. Se acercó a nosotros atemorizada, pero se animó al escuchar nuestro tono amistoso. Nuestras caricias le confirmaron que había llamado al lugar adecuado. Pensamos que era una perrita mestiza. Su cara de collie contrastaba con sus orejas caídas y sus patas cortas. Con el pelo largo y blanco, una mancha y un antifaz negros insinuaban un linaje aristocrático, pero atribuimos su estampa al azar de mezclar dos o más razas. Sólo años más tarde, descubrimos que era un border collie, una raza que apenas se conocía en España por aquel entonces.
Julieta se adaptó perfectamente a vivir en un piso antiguo situado cerca del Parque del Oeste. No era menos dulce que Nana, pero su inseguridad no era tan profunda. Cuando bajábamos por Marqués de Urquijo, a veces nos deteníamos delante del portal de mi hermano, con un arco de entrada que evocaba los pasos de carruajes. Dos lámparas a cada lado, sugerían que se accedía a un túmulo funerario o al menos así lo percibía yo, incapaz de olvidar el cuerpo de mi hermano con la cabeza enterrada en un horno de cocina. Yo le explicaba a Julieta que Juan Luis se despidió de la vida el 2 de junio de 1982, abriendo las espitas del gas. Sólo habían transcurrido cinco años, pero yo soñaba a diario con su muerte. Julieta me observaba con perplejidad, advirtiendo mi tristeza. A veces tiraba levemente de la correa, como si entendiera la necesidad de continuar y no demorarse en el recuerdo de una tragedia irreparable. Sin embargo, nos encontrábamos en un escenario que conspiraba contra el olvido. El último paseo con mi hermano se produjo en el Parque del Oeste. Caminamos por la Rosaleda, ignorando que nunca repetiríamos ese itinerario. Juan Luis llevaba varios meses de baja por una depresión. Sabíamos que el suicidio deambulaba por su mente, pero nos resistíamos a aceptar esa posibilidad como un peligro real. Algunas veces intenté colarme con Julieta en la Rosaleda, pero los jardineros nos echaban atrás, recordándonos que los perros no podían acceder al recinto. Julieta y yo retrocedíamos contrariados, pero al cabo de los días lo intentábamos de nuevo, con los mismos resultados. Nos marchábamos cabizbajos, como dos almas expulsadas de un paraíso de flores rojas, blancas, azules o amarillas, adormecidas por el sonido de una fuente que barbotaba agua sin cesar.
Cuando a Julieta le diagnosticaron leishmaniasis, no sabíamos nada sobre la enfermedad. Nos apenamos terriblemente al conocer la gravedad de una patología transmitida por un mosquito casi imperceptible. Sin embargo, decidimos luchar contra ella, pese a los consejos disuasivos de algún médico de notoria insensibilidad. Durante seis años ganamos la batalla, pero el 3 de marzo de 1994 una insuficiencia renal apagó bruscamente su vida, sumiéndonos en el desconsuelo. La pena no te exime de ciertos trámites. Julieta murió de noche en una clínica de urgencias. Su estado era muy grave y el milagro que esperábamos no se produjo. Desechamos de inmediato llamar al Ayuntamiento para incinerarla con otros perros y arrojar sus cenizas a un vertedero. El procedimiento municipal nos pareció un acto de barbarie. Enterrarla en un jardín tampoco era una opción razonable, pues la ley lo prohíbe, aunque muchos lo ignoren. Alguien nos habló de El Último Parque, un cementerio de animales de compañía en Arganda del Rey inaugurado en 1983. Nos pareció una buena idea. La pena se aplacaba con la perspectiva de un descanso eterno en un lugar digno y apacible, sombreado por pinos y encinas y con un pequeño arroyo que dibujaba una curva por debajo de un pequeño puente de piedra. La ceremonia fue sencilla y emotiva. Yo leí una página de Platero y yo: “Tú, si te mueres antes que yo, no irás, Platero mío, en el carrillo del pregonero, a la marisma inmensa, ni al barranco de los montes, como los otros pobres burros, como los caballos y los perros que no tienen quien los quiera. Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie del pino grande y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me traiga. Oirás cantar a las muchachas cuando lavan en el naranjal, y el ruido de la noria será gozo y frescura de tu paz eterna. Y, todo el año, los jilgueros, los chamarices y los verderones te pondrán, en la salud perenne de la copa, un breve techo de música entre tu sueño tranquilo y el infinito cielo de azul constante de Moguer”. Me cuesta trabajo creer que ya han pasado casi veinte años.
Cuando Nana regresaba a casa de su paseo
diario, se acomodaba en una colchoneta roja situada frente a una
pequeña chimenea, casi siempre inactiva. Lord Sebastian no lograba que
respondiera a sus provocaciones y comenzara a perseguirle. Después de
unos minutos de carreras enloquecidas, que incluían saltos vertiginosos
por encima del sofá y breves escaladas por unas cortinas agujereadas y
maltrechas, repetía la misma estrategia con Dora, pero ésta prefería
ejercer de madre y no de compañera de juegos. Algo apesadumbrado, Lord
Sebastian desistía al cabo de unos minutos y se dormía en el regazo de
Dora. Durante dos años, se mantuvo esa rutina. La muerte de Dora
entristeció a Nana y a Lord Sebastian, que se habían acostumbrado a su
proximidad y a su descomunal presencia. Sus colchonetas estaban
alineadas entre la chimenea y el ventanal abierto sobre el jardín. No
tenían manías y las intercambiaban sin problemas y a veces las
menospreciaban para subirse al sofá. Nana no se atrevía, si yo no la
cogía en brazos y la colocaba a mi lado. Sin embargo, miraba hacia el
exterior con más curiosidad que sus compañeros. Nada ha cambiado desde
entonces. Al otro lado de la terraza, los árboles ocultan el paisaje en
verano, pero cuando llega el otoño y se caen las hojas aparece la estepa
castellana, con sus campos de trigo y cebada levemente ondulados por un
viento áspero y frío. Cerca hay un pequeño campo de olivos y a lo lejos
se observa cómo se hincha la tierra, verde en primavera y amarilla y
ocre el resto del año. A veces las retamas se mueven y aparece una
liebre o un conejo. En esas ocasiones, Nana ladraba con fuerza y
nitidez, mientras Dora se limitaba a bostezar. Desde lo alto de una
colina, las cigüeñas que anidan en la espadaña de la iglesia no pasaban
desapercibidas para Nana, que las observaba con la misma atención que a
los buitres leonados o a las águilas reales que sobrevolaban el valle,
extendiendo sus enormes alas. Yo pensaba que Nana tenía la sensibilidad
de un pintor, siempre atenta al movimiento y a las formas. En cambio,
Lord Sebastian era un filósofo epicúreo, sin miedo a la muerte ni a los
dioses, enredado en la búsqueda del placer, pero resuelto a no
desembocar en el exceso y Dora, con su flema y serenidad, pertenecía a
la estirpe de los estoicos, que cultivan la imperturbabilidad sin
ostentación. Las diferencias entre Nana y Dora se esfumaban cuando
sonaba la campana de la iglesia. Las dos reaccionaban con aullidos
lastimeros que yo interpretaba como una llamada a un dios con la
inocencia de un niño, incapaz de comprender el mundo que ha salido de
sus manos.
Durante siete años, Nana y yo recorrimos un camino que excluía la dicha y el sosiego. Yo busqué la muerte en varias ocasiones, pero la muerte no me quiso a su lado. Cada reencuentro con la vida constituía un fracaso que agravaba mi desesperación. Nana no lograba desprenderse de su miedo y yo experimentaba miedo a vivir, anhelando cerrar los ojos y no despertar. Nuestras vidas parecían estancadas. Escribir se convirtió en una rutina hace un par de años. Algo me empujaba a debatirme con las palabras, rehuyendo la prosa impersonal de mi trabajo como crítico literario. No soñaba con la forma perfecta, sino con la rutina del campesino que desbroza la tierra y avanza por un surco, sin interrogarse por su destino. Poco a poco, la angustia y el desconsuelo se apaciguaron, pese a eventuales retrocesos, que me hundieron en la desolación y casi me obligan a desistir. Sin embargo, las palabras me rescataron una y otra vez. Nana poco a poco comenzó a moverse por la casa, cada vez con menos inseguridad. Su mejoría se hizo evidente cuando seleccionó tres títulos de mi biblioteca y los mordisqueó sin compasión. Las Confesiones de San Agustín, Vocación y ética de Gregorio Marañón y Los nogales de Altenburg de André Malraux amanecieron con heridas mortales en el lomo, la cubierta y las hojas de cortesía. Mentiría si dijera que no me afectó un poco, pero no la regañé. No lo lamenté por San Agustín. A fin de cuentas, afirmaba que los hijos heredan la culpa de los padres y que las antípodas están despobladas, pues si alguien habitara en su superficie tendría que vivir cabeza abajo. Lo lamenté por Gregorio Marañón, que atribuía el carácter sanguinario de los españoles a la nefasta influencia de los toros, y por André Malraux, un mitómano que alteró los hechos de su biografía para legar a la posteridad la imagen de un hombre de acción, doblemente comprometido con la literatura y la política. No se me pasó por la cabeza imponer un castigo a Nana. No tenía derecho a cuestionar sus fobias literarias ni a reprenderla por un gesto que me recordaba la precariedad de cualquier bien material o espiritual. Afligido por no tener hijos, muchas veces me he quejado del incierto destino de mi biblioteca, algo más de diez mil volúmenes con infinidad de dedicatorias. ¿Qué sucederá con las cincuenta novelas con la caligrafía minúscula de Pío Baroja, dedicándole el ejemplar a mi padre? ¿Dónde acabarán las primeras ediciones? ¿Alguien apreciará el valor de las cartas manuscritas de Pablo Neruda? ¿Se extraviarán los álbumes con los artículos de prensa y las entrevistas realizadas a Valle-Inclán, Villaespesa o Manuel Machado? Al examinar los restos de los libros vapuleados por Nana, sonreí y pensé que el tiempo era una rueda implacable, que nunca se desvía de su camino. El olvido triunfa sobre cualquier anhelo de inmortalidad. Por eso, hay que aprender a despojarse de las cosas, sin experimentar sentimientos de duelo. Por eso, hay que decir adiós sin ruido, evitando desgarros inútiles. Vivir no es ver volver, sino contemplar cómo todo se deshace, sin dejar otra huella que unas pocas palabras. Nana y yo tal vez sobrevivamos en las palabras, pero no será para siempre. Las palabras también se desvanecerán como una vieja pintura hundida en la penumbra. Las palabras sólo son un río que muere algo más tarde. La eternidad sólo es una quimera que esconde nuestro temor de no ser más que una brizna de ser en el viento. Somos tiempo. Somos tierra, barro, espuma. Somos la nube y el pájaro que conciertan su movimiento en un cielo moribundo. Somos una hebra de luz que palpita en la oscuridad. Vivir es morir con cada latido. Vivir es saber que no hay absolución para nuestros afectos. El amor no es un espejismo, sino una estancia luminosa que te hace soñar con una interminable primavera, pero ese ensueño no puede abolir la certeza de que el invierno es la única realidad perdurable. Aunque a veces se demora, sus aguas heladas siempre desbordan los márgenes de nuestra esperanza, sepultándolo todo en una quietud silenciosa e inapelable. Lamentarlo es tan inútil como implorar no haber nacido. Lamentarlo es no saber que nuestra vida se escribe en el agua y se extingue en un rumor de sombras. Es el precio de existir. Es el precio de amar, contemplar, añorar, recordar. Nana y yo seremos polvo, pero al menos nos habremos bañado durante un instante en la corriente del ser. Eso es todo y no es poco.
La aparición de Bella y Olivia fue un verdadero milagro en nuestras vidas. Bella llegó a casa después de una visita casual al veterinario. Una vecina de un pueblo cercano había presenciado cómo la arrojaban desde un coche en marcha. Sólo era una perrita recién nacida, con los ojos cerrados. Sobrevivió gracias a sus huesos flexibles e inmaduros, capaces de soportar el impacto contra un matorral providencial. Bella era tan hermosa como una flor de almendro. La vecina que la había rescatado aseguraba que no podía cuidarla. Se le saltaban las lágrimas, afirmando que vivía en un piso de alquiler, que prohibía los animales de compañía. Me la llevé a casa, avergonzado de pertenecer a la especie humana. Durante algo más de un mes, hubo que alimentarla con biberón y estimular sus genitales para que vaciara la vejiga y los intestinos. Nana y Dora se turnaban para lamerla y se mostraban felices cuando dormía en su regazo. Poco después, visité una cuadra y me encontré a un cachorro de tres meses infestado de garrapatas, durmiendo entre la paja y expuesto a los cascos de los caballos. Esa noche su lecho se transformó en un sofá situado bajo una ventana de mi casa. Negra y esbelta, su figura mezclaba la espiritualidad del galgo y la agilidad del podenco. Decidimos llamarla Olivia. El flechazo entre Bella, Olivia y Nana fue inmediato. Se convirtieron en inseparables y se aficionaron a pasar la mayor parte del día en el jardín, corriendo entre las higueras, los chopos y los prunos. Nana no se liberó de sus miedos e inhibiciones, pero parecía menos atemorizada. Cuando hace unos meses, aparecí con Marta, una scottish terrier de unos cinco años abandonada cerca del embalse de El Atazar, Nana fue la que se encargó de introducirla en la manada. Después de olerla e incitarla a jugar con sus patas delanteras, Marta comprendió que se hallaba en un lugar seguro y amistoso. En aquel momento, no sospechábamos que el cáncer ya preparaba su asalto mortal.
Durante siete años, Nana y yo recorrimos un camino que excluía la dicha y el sosiego. Yo busqué la muerte en varias ocasiones, pero la muerte no me quiso a su lado. Cada reencuentro con la vida constituía un fracaso que agravaba mi desesperación. Nana no lograba desprenderse de su miedo y yo experimentaba miedo a vivir, anhelando cerrar los ojos y no despertar. Nuestras vidas parecían estancadas. Escribir se convirtió en una rutina hace un par de años. Algo me empujaba a debatirme con las palabras, rehuyendo la prosa impersonal de mi trabajo como crítico literario. No soñaba con la forma perfecta, sino con la rutina del campesino que desbroza la tierra y avanza por un surco, sin interrogarse por su destino. Poco a poco, la angustia y el desconsuelo se apaciguaron, pese a eventuales retrocesos, que me hundieron en la desolación y casi me obligan a desistir. Sin embargo, las palabras me rescataron una y otra vez. Nana poco a poco comenzó a moverse por la casa, cada vez con menos inseguridad. Su mejoría se hizo evidente cuando seleccionó tres títulos de mi biblioteca y los mordisqueó sin compasión. Las Confesiones de San Agustín, Vocación y ética de Gregorio Marañón y Los nogales de Altenburg de André Malraux amanecieron con heridas mortales en el lomo, la cubierta y las hojas de cortesía. Mentiría si dijera que no me afectó un poco, pero no la regañé. No lo lamenté por San Agustín. A fin de cuentas, afirmaba que los hijos heredan la culpa de los padres y que las antípodas están despobladas, pues si alguien habitara en su superficie tendría que vivir cabeza abajo. Lo lamenté por Gregorio Marañón, que atribuía el carácter sanguinario de los españoles a la nefasta influencia de los toros, y por André Malraux, un mitómano que alteró los hechos de su biografía para legar a la posteridad la imagen de un hombre de acción, doblemente comprometido con la literatura y la política. No se me pasó por la cabeza imponer un castigo a Nana. No tenía derecho a cuestionar sus fobias literarias ni a reprenderla por un gesto que me recordaba la precariedad de cualquier bien material o espiritual. Afligido por no tener hijos, muchas veces me he quejado del incierto destino de mi biblioteca, algo más de diez mil volúmenes con infinidad de dedicatorias. ¿Qué sucederá con las cincuenta novelas con la caligrafía minúscula de Pío Baroja, dedicándole el ejemplar a mi padre? ¿Dónde acabarán las primeras ediciones? ¿Alguien apreciará el valor de las cartas manuscritas de Pablo Neruda? ¿Se extraviarán los álbumes con los artículos de prensa y las entrevistas realizadas a Valle-Inclán, Villaespesa o Manuel Machado? Al examinar los restos de los libros vapuleados por Nana, sonreí y pensé que el tiempo era una rueda implacable, que nunca se desvía de su camino. El olvido triunfa sobre cualquier anhelo de inmortalidad. Por eso, hay que aprender a despojarse de las cosas, sin experimentar sentimientos de duelo. Por eso, hay que decir adiós sin ruido, evitando desgarros inútiles. Vivir no es ver volver, sino contemplar cómo todo se deshace, sin dejar otra huella que unas pocas palabras. Nana y yo tal vez sobrevivamos en las palabras, pero no será para siempre. Las palabras también se desvanecerán como una vieja pintura hundida en la penumbra. Las palabras sólo son un río que muere algo más tarde. La eternidad sólo es una quimera que esconde nuestro temor de no ser más que una brizna de ser en el viento. Somos tiempo. Somos tierra, barro, espuma. Somos la nube y el pájaro que conciertan su movimiento en un cielo moribundo. Somos una hebra de luz que palpita en la oscuridad. Vivir es morir con cada latido. Vivir es saber que no hay absolución para nuestros afectos. El amor no es un espejismo, sino una estancia luminosa que te hace soñar con una interminable primavera, pero ese ensueño no puede abolir la certeza de que el invierno es la única realidad perdurable. Aunque a veces se demora, sus aguas heladas siempre desbordan los márgenes de nuestra esperanza, sepultándolo todo en una quietud silenciosa e inapelable. Lamentarlo es tan inútil como implorar no haber nacido. Lamentarlo es no saber que nuestra vida se escribe en el agua y se extingue en un rumor de sombras. Es el precio de existir. Es el precio de amar, contemplar, añorar, recordar. Nana y yo seremos polvo, pero al menos nos habremos bañado durante un instante en la corriente del ser. Eso es todo y no es poco.
La aparición de Bella y Olivia fue un verdadero milagro en nuestras vidas. Bella llegó a casa después de una visita casual al veterinario. Una vecina de un pueblo cercano había presenciado cómo la arrojaban desde un coche en marcha. Sólo era una perrita recién nacida, con los ojos cerrados. Sobrevivió gracias a sus huesos flexibles e inmaduros, capaces de soportar el impacto contra un matorral providencial. Bella era tan hermosa como una flor de almendro. La vecina que la había rescatado aseguraba que no podía cuidarla. Se le saltaban las lágrimas, afirmando que vivía en un piso de alquiler, que prohibía los animales de compañía. Me la llevé a casa, avergonzado de pertenecer a la especie humana. Durante algo más de un mes, hubo que alimentarla con biberón y estimular sus genitales para que vaciara la vejiga y los intestinos. Nana y Dora se turnaban para lamerla y se mostraban felices cuando dormía en su regazo. Poco después, visité una cuadra y me encontré a un cachorro de tres meses infestado de garrapatas, durmiendo entre la paja y expuesto a los cascos de los caballos. Esa noche su lecho se transformó en un sofá situado bajo una ventana de mi casa. Negra y esbelta, su figura mezclaba la espiritualidad del galgo y la agilidad del podenco. Decidimos llamarla Olivia. El flechazo entre Bella, Olivia y Nana fue inmediato. Se convirtieron en inseparables y se aficionaron a pasar la mayor parte del día en el jardín, corriendo entre las higueras, los chopos y los prunos. Nana no se liberó de sus miedos e inhibiciones, pero parecía menos atemorizada. Cuando hace unos meses, aparecí con Marta, una scottish terrier de unos cinco años abandonada cerca del embalse de El Atazar, Nana fue la que se encargó de introducirla en la manada. Después de olerla e incitarla a jugar con sus patas delanteras, Marta comprendió que se hallaba en un lugar seguro y amistoso. En aquel momento, no sospechábamos que el cáncer ya preparaba su asalto mortal.
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