Uno mira, uno huele el olor distinto, del ser que se devela. Uno aprende su nombre, y lo musita en tardes que no tienen otro sentido que el segundo en que se queman. Uno se demora en lo adquirido, y lo contempla, y lo penetra, y lo convive bajo el fuego en que crepita, cede o gime a nuestra piel, o a calidades más remotas, más inescrutables. Después nos convertimos en los habituales. Nuestro sol es el antro, nuestra calle de encuentro, nuestra duda, nuestra pérdida extraña. Debemos estar muy solos para eso, muy pálidos bajo la luz del día y bajo la mirada de las vírgenes. Sin embargo, debemos atrevernos, elegir nuestro próximo minuto, balbucirles a ellas actos telúricos y palabras telúricas, signos de galaxias menos complicadas, pero más mortales, exactitudes a su gusto que sólo bastarán para perdernos, y horas y horas que se adentrarán en nosotros y nos harán volver a un confuso principio, a una lenta construcción para lo nunca, para el después y el quem...