Nana era tímida, mimosa, agradecida. Su anhelo de afecto se debatía con el miedo al rechazo. No sé cómo fueron sus cinco primeros años de vida. Su temor a los humanos insinuaba la experiencia del maltrato. Si un extraño intentaba acariciarla, agachaba la cabeza y sus ojos parpadeaban, expectantes. La crueldad de los desconocidos no consiguió destruir su ternura. Cuando paseábamos por la estepa castellana, una tierra áspera y dura, no se separaba de mi lado y me observaba con gratitud y dulzura. Si aparecía un conejo, lo perseguía con atolondramiento. Después de correr unos metros entre jaras, pinos y matorrales, regresaba jadeando, feliz de saber que ya no estaba perdida. Es imposible esquivar a la muerte, pero al menos durante un tiempo hemos caminado juntos hacia ella, con la esperanza de reencontrarnos en un lugar donde ya no habrá aflicción ni desamparo. Nana Descubrí la existencia de Nana en la página de la Sociedad Protectora de Animales y Plantas de Madr...